Hay guerras que parecen lejanas hasta que golpean la puerta de nuestras propias casas. Eso ocurre hoy con Ucrania, un conflicto que muchos colombianos solo siguen por titulares, pero que para decenas de familias se ha convertido en una pesadilla íntima: hijos, hermanos y padres reclutados con promesas de 3.000 dólares mensuales, enviados a un frente que no entienden y atrapados en una maquinaria bélica que no los deja volver.
La historia se repite con un libreto cruel. Hombres jóvenes —muchos de ellos exmilitares o ciudadanos en busca de oportunidades— ven en las redes sociales una oferta laboral tentadora: sueldos altos, “contratos legales”, entrenamiento y una misión clara. Les dicen que es una oportunidad para mejorar su economía, que su experiencia vale, que será seguro, que podrán regresar cuando quieran. Pero al aterrizar en territorio europeo se encuentran con una realidad distinta: presiones, amenazas, golpes, confiscación de documentos y una imposibilidad práctica de retornar a Colombia. Lo que comenzó como un trabajo se convierte en un reclutamiento forzoso disfrazado.
Los testimonios son escalofriantes: golpizas brutales como método de control, castigos físicos para doblegar la voluntad, aislamiento, trabajos forzados, condiciones precarias y un mando militar que, en varias ocasiones, les recuerda que “no hay vuelta atrás”. Son relatos que recuerdan a los peores capítulos de nuestra propia historia de violencia, pero esta vez sucediendo lejos, bajo otro cielo, con uniforme ajeno.
En Colombia solemos pensar que, porque no intervenimos directamente en la guerra en Ucrania, sus consecuencias no nos alcanzan. Pero el drama de nuestros compatriotas demuestra lo contrario. La globalización ha abierto puertas, pero también trampas: redes de reclutamiento que operan sin control, incentivos económicos desesperados, y una narrativa heroica de la guerra que seduce a quienes buscan un futuro diferente.
¿Qué podemos hacer como país? En primer lugar, reconocer públicamente la dimensión del problema. No se trata de unos pocos casos aislados; es un fenómeno creciente que involucra redes internacionales de contratación, vacíos jurídicos y vulneraciones directas a los derechos humanos. Colombia necesita una postura diplomática más firme, que incluya exigencias claras de protección, repatriación y respeto por sus ciudadanos.
También debemos reforzar las advertencias oficiales. No basta una nota del Ministerio de Relaciones Exteriores perdida en un portal web. Se necesita una campaña pedagógica contundente: explicar los riesgos, desmentir las falsas ofertas, alertar a las comunidades militares retiradas y a jóvenes vulnerables que ven en esos 3.000 dólares la salida a la pobreza.
Pero quizás la reflexión más profunda la debemos hacer como sociedad. ¿Cómo es posible que tantos colombianos estén dispuestos a poner su vida en manos de un ejército extranjero? ¿Qué nos dice esto sobre las desigualdades que seguimos tolerando, sobre las oportunidades que no ofrecemos aquí, sobre la desesperanza que empuja a miles a migrar hacia cualquier destino, incluso hacia la guerra?
Los colombianos reclutados en Ucrania no son aventureros ni mercenarios sin rostro. Son ciudadanos que buscaron un empleo, una estabilidad, una posibilidad. Son víctimas de una guerra ajena, pero también del abandono económico y social que los dejó sin opciones en su propia tierra.
La reflexión de este 2025 es incómoda pero necesaria: aunque la guerra esté lejos, sus tentáculos llegan a nuestros hogares. Y mientras no construyamos un país donde la vida sea digna aquí, muchos seguirán cruzando fronteras… incluso las más peligrosas.






